miércoles, 29 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (Mt 16,15).

Impresiona ver en los relatos evangélicos que los demonios, cuando se encuentran con el Señor, se postran ante El y confiesan abiertamente que es el Hijo de Dios. Los fariseos, en cambio, se escandalizan y consideran un blasfemo al Señor cuando les explica que El y el Padre son uno. En la parábola del Hijo pródigo, si bien se habla de dos hijos, sólo uno de ellos conoce el verdadero corazón de su Padre y se deja abrazar por él. De entre los apóstoles, sólo Pedro se atrevió a afirmar ante el Señor que era el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y el mismo Señor, en más de una ocasión, alaba el ejemplo del samaritano o la fe de la cananea, es decir, de aquellos que no pertenecían al pueblo escogido de Yahvé.
¿Cómo es posible que los demonios, o aquellos que los judíos de la época consideraban paganos, afirmen y crean en la divinidad de Cristo de forma más clara y nítida que los propios apóstoles? ¿Cómo es posible que lleves en la Iglesia tanto tiempo, que cumplas con tantos ejercicios de piedad, que vayas a Misa diariamente, que conozcas el evangelio al dedillo o que frecuentes un grupo apostólico y tu fe sea tan protocolaria, tan formal, tan acomodada a los mínimos y tan incoherente?
Para muchos, Cristo es sólo una ideología, una excusa para buscar sus propios intereses o para hacer carrera, alguien que les complica la existencia, un recurso mágico para las ocasiones de peligro o necesidad, o, simplemente, un extraño aunque oigan hablar de El todos los domingos en Misa. ¿Quién es Cristo para ti?

domingo, 26 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

¿Miedo al compromiso?

Te mueves en ambientes en los que la responsabilidad y el compromiso no están de moda. Es frecuente que alguien te diga entusiasmado que puedes contar con él pero luego, a la mínima dificultad o pasado el fervorín del momento, te empieza a explicar los buenos y justos motivos por los que no puede ayudarte. Otros te dirán que, por miedo a equivocarse, no llegan a comprometerse con nada ni con nadie. O se comprometen, sí, pero sólo por un tiempo, por probar, por interés, por quedar bien, hasta que encuentran algo mejor o diferente. Y ahí los tienes dedicados a mariposear de acá para allá, siempre en busca de novedades, justificando con muy santas excusas su inconstancia, su comodidad y sus ganas de no complicarse la vida.
Asumir responsabilidades, en lo bueno y en lo malo, es síntoma de madurez humana y espiritual. Allí donde pongas el clavo, martillea y golpea sin cansarte hasta que puedas hacer de él un punto de apoyo sólido y firme. Es preferible decir no a tiempo a crear falsas expectativas en otros a los que, tarde o temprano, has de dejar colgados en el aire. Has de cuidar la coherencia de vida también en esos compromisos que has decidido asumir en tu estado matrimonial, en tu trabajo, en tu amistad, en tu grupo de apostolado, en tu parroquia, en tu sacerdocio o consagración, en tu relación con Dios.
Que tu sí sea, verdaderamente, un sí, con todas las consecuencias. Pero con esa constancia que no se cansa ante las dificultades y que está siempre dispuesta a mantener ese sí por encima de cansancios, desganas, apatías, comodidades, dificultades, críticas o persecuciones. Y te irás pareciendo en algo a ese Dios incondicional e inmutable en el amor, infatigable en su misericordia, irrevocablemente fiel en su entrega, al que has de irradiar y testimoniar también en la forma de asumir las responsabilidades concretas de tu vida.

viernes, 24 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

Cuida la intención de tus actos

Aparentemente puede que tu vida no se distinga mucho de la de los demás. Y, sin embargo, aunque hagas lo mismo que ellos, no debes hacerlo de la misma forma. En cada acción, en cada palabra, en cada acontecimiento, en cada minuto de tu jornada, hay algo capaz de dar valor de infinito a todo y de transformar lo más ínfimo y despreciable a los ojos humanos en gloria a Dios. Si eres capaz de rectificar a menudo la intención de tus actos, de reconducirlo todo a su centro, que es el corazón de Dios, estás dando pasos de gigante en la tarea de tu propia santificación y en la del bien de las almas. Purificar la intención y procurar ver a Dios en todo y en todos te proporciona un continuo incremento de libertad y de señorío sobre ti mismo y sobre las cosas.
Vivir la rectitud de intención te ayuda a ir purificando esa mirada de fe que necesitas para vivir el día a día sobrevolando y planeando, como las águilas, por encima de incomprensiones, juicios ajenos, opiniones contrarias, criterios desacertados, dimes y diretes. No olvides comenzar tu jornada ofreciendo todo a tu Dios. No olvides renovar ese ofrecimiento a lo largo del día, en momentos especialmente señalados, en circunstancias difíciles o incomprensibles, en las situaciones imprevistas y absurdas, en las propias faltas y caídas. Y, sobre todo, no olvides llenar ese último momento del día, la última oportunidad de la jornada, con un confiado y renovado ofrecimiento a tu Dios de lo que eres y quieres ser. Viviendo la rectitud de intención experimentarás una y otra vez que Dios es ese Padre fiel que, en cada momento de tu vida, no se cansa de esperarte y salir a tu encuentro.

jueves, 23 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

"¿Qué relación hay entre la justicia y la iniquidad?” (2 Co 6,14)

Uno de los temas que con más fuerza plantea san Pablo es el “misterio de iniquidad”. Cristo murió en la Cruz para nuestra salvación, sin embargo, aún conviven entre nosotros el pecado, el desorden, la maldad, la depravación, la injusticia… ¿Dónde ha vencido la gracia? Junto a la vida permanece la muerte, y este drama es el que hace a tantos caer en el desaliento.
Si el misterio del hombre sólo puede entenderse a la luz de Jesucristo, entonces ha de ser Él nuestro único referente. Nuestro Señor no escondió ninguna verdad, antes bien, nos dio a conocer nuestro destino aquí en la tierra: tristeza, pobreza, persecución… pero con una clara advertencia: “la recompensa la alcanzaréis en el Cielo, no en este mundo”. ¿Por qué esa demora? ¿Por qué seguir sufriendo hasta la muerte?
San Pablo nos dice: “Para esto se os ha llamado por medio del Evangelio, para que consigáis la gloria de nuestro Señor Jesucristo”. Esa gloria ha de pasar, ¡sólo y exclusivamente!, por la Cruz, también misterio de iniquidad, pues nuestro seguimiento de Cristo consiste en identificarnos con sus mismos sentimientos. Cristo murió en la cruz, nosotros hemos de ir muriendo cada día a nuestros pecados, abrazando nuestra propia cruz, para vivir en Él. Cristo resucitó, nosotros resucitaremos, en el último día, sólo si ponemos nuestra confianza en Él, no en nuestros voluntarismos. Te repites, una y otra vez, que supone mucha carga y mucho esfuerzo, ante tanta debilidad personal, llevar a cabo semejante camino. Recuerda las palabras del Apóstol: “Con sumo gusto seguiré gloriándome, sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo”.

miércoles, 22 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

“No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20)

Morir al pecado no es tarea fácil. Es algo que puede suponernos un esfuerzo y unas “ganas” por las cosas de Dios, de las que no tenemos tiempo ahora. ¡Sí!, así nos planteamos muchas veces todo lo que hace referencia al espíritu. Que bastante hay con salir al paso en nuestras actividades habituales, como para “perder tiempo” en las cosas de Dios… ya habrá lugar para ello.
Nos hemos hecho una idea equivocada de la santidad. La hemos relegado a aquellos personajes raros y extravagantes, que la Iglesia denomina santos, que se someten a todo tipo de privaciones y ejercicios ascéticos, y que no tienen nada que ver con la gente normal. Sin embargo, la santidad sólo está “hecha” para los normales, como tú y yo, que buscamos hacer la voluntad de Dios, pero que tropezamos, una y otra vez, con la limitación de nuestros pecados.
Morir al pecado es vivir con Cristo… aún más, que Cristo viva en mi, como dice el Apóstol. Y eso se realiza en personas normales, personas que aceptan su condición de finitud, pero que, en esa debilidad, confían, día tras día, en la fuerza de Dios, no en las suyas. Esa es la santidad: Cristo abraza mis pecados en la Cruz… tú y yo descansamos en la infinita misericordia de Dios, que nos redime, en cada instante, a pesar de nuestra falta de esfuerzo o nuestras pocas ganas por Él… ¡Sólo has de confiar!

lunes, 20 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

“Llamó a los que quiso” (Mc 3,13)

Dios llama a todos, porque su voluntad es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Llama sin condiciones, gratuitamente, porque quiere y como quiere, sin pedir el curriculum vitae. No estás entre los suyos por tus méritos y cualidades, por tu valía personal, por tu forma de ser, por tu cualificación profesional. No estás aquí por lo que haces o vales. Nada de eso cuenta para Dios cuando se trata de elegir y llamar no según los criterios del mundo sino según sus planes y su voluntad.
No te refugies en tus defectos de carácter, en tus rarezas, en tus ocupaciones, en tu poca formación, en tu fe débil y vacilante, en tantas y tantas excusas con las que justificamos nuestra omisiones y nuestra pereza para la entrega apostólica. Pregúntate, más bien, hasta qué punto has tomado conciencia de que Dios te llama y cuenta contigo, y cómo es la respuesta de tu vida.
No pienses que eso de ser apóstoles es para otros que están hechos de una pasta especial, que tienen todo el tiempo del mundo para dedicarse a ello o que reciben de Dios gracias extraordinarias para ello que a ti, en cambio, no te da. No habiendo entre los Doce ningún apóstol completamente perfecto y dotado de todo lo que se necesita para ser apóstol, el Señor, sin embargo, contó con todos: con el que le negó tres veces, con el que le traicionó, con el que tenía fama de impostor y corrupto por recaudar impuestos, con los que sólo pensaban en hacer carrera y buscar el puesto a la derecha o a la izquierda.
La llamada de Dios no es para otros, para los demás; es para ti. Ni la edad, ni las condiciones de salud, ni el trabajo, ni el estado de vida, ni las circunstancias familiares, ni tus defectos de carácter o tus limitaciones de cualquier tipo han de ser obstáculo o excusa para tu vida de oración, tu apostolado o tu entrega a Dios.

viernes, 17 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

“La medida que uséis” (Mc 4,24)

Cuánto nos cuesta liberarnos del “ojo por ojo y diente por diente”. La teoría sobre el perdón cristiano nos la sabemos bien, pero, a la hora de la verdad, entendemos ese perdón con esquemas demasiado humanos y justicieros. Nos cuesta olvidar las ofensas y volver a mirar al que nos ha hecho mal como si nada hubiera pasado. Nos cuesta perdonar porque, en el fondo, pasar por alto esa injusticia nos hace creer que somos los tontos y los débiles según el mundo. Los malos siempre son los demás; nosotros, en cambio, solemos ponernos siempre en el puesto de las víctimas e inocentes.
El perdón específicamente cristiano no es ingenuidad y simpleza sino magnanimidad de alma para acoger tus miserias y las de los demás con la misericordia misma de Dios, no con la misericordia que suelen usar los hombres. Tu medida con los demás ha de ser grande, muy grande, la misma que usa Dios contigo, la misma que usó Cristo en la cruz. Y no siete veces, sino setenta veces siete, es decir, siempre. Usa tú la medida de la misericordia de Cristo con todos, porque esa misma medida es la que usa y usará el Señor contigo. Si no te atreves a perdonar según la medida de Cristo es que poco has entendido de la Cruz.
No te canses de ensanchar el alma, cada vez más, porque ahí reside la fuerza de tu testimonio cristiano. No te canses de contemplar el silencio de Cristo en su pasión, si quieres llegar a gustar esa paz de alma de quien vence las incomprensiones, críticas, injusticias, ofensas y menosprecios con el amor apasionado a Cristo.

martes, 14 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

Gustar del silencio

Un pez fuera del agua se mueve y se agita con virulencia y, sin embargo, se está ahogando por falta de oxígeno. El activismo nos proporciona una ficticia impresión de seguridad y de eficacia que, muchas veces, termina mezclándose con buenas dosis de engreimiento propio y de vanidad. Elías, en el monte Horeb, sólo contempló al Señor al paso de la brisa tenue y suave, porque en el viento huracanado, en el fuego, en el temblor de la tierra, no estaba el Señor. Jesucristo hablaba con el Padre en el silencio de muchas noches de oración. Los grandes acontecimientos de la Historia de la salvación suelen realizarse en el silencio y escondimiento.
Gustar el silencio es gustar de Dios. Hacer silencio en el alma es hacer presente en ella a Dios. Porque el lenguaje de Dios es sonoro sólo en el silencio. Es amor callado. Es misericordia silente. Es omnipotencia silenciosa. Es Dios imperceptible. Mira si en medio de tu activismo logras conservar el tesoro del silencio en tu alma y escuchar allí los toques silenciosos del amor de Dios. Cuántas prisas, agobios, tensiones, trabajos, incertidumbres o problemas, dejarían de ser tales si lográramos vivir cada jornada con el eco de un silencio lleno de Dios dentro del alma. Alimenta cada día ese gusto por el silencio cuidando fielmente tu tiempo de oración. Busca tiempos largos y pausados para hacer silencio dentro de ti y dejar que hable allí el Espíritu Santo. Porque el silencio es la voz del Espíritu. Y no dejes que las mil tareas del día a día te distraigan y ahoguen en ti ese esfuerzo, imperceptible a los ojos de muchos, por custodiar en tu interior la presencia silenciosa de Dios.

lunes, 13 de abril de 2015

COMIDA DE PASCUA


Celebraremos la Pascua y además compartiremos la alegría de la Resurrección con los que más nos necesitan.
Ojalá falte sitio y tengamos que quedarnos algunos de pie!



UN RATITO CON EL SEÑOR

Avivar la presencia de Dios

“No está lejos –dice san Agustín–; ama y se acercará, ama y habitará en ti”. Dios está presente en todas las cosas y está detrás de todos los acontecimientos. Si nos acostumbráramos a esa ineludible presencia de Dios en todos los instantes, en todas las circunstancias y personas, llenaríamos nuestra vida no de cosas y actividades sino de Dios. Acuérdate a menudo que todo, absolutamente todo, lo haces, lo dices, lo piensas, en la presencia de Dios. No te olvides que en tu alma en gracia está presente Dios, más íntimo que tú a ti mismo.
Esfuérzate durante el día por avivar esa amorosa y tierna omnipresencia de Dios Padre. Cuando entras o sales de casa, cuando empiezas o terminas tu trabajo, cuando te acuestas por la noche o te levantas por la mañana, al empezar o terminar de comer, cuando hablas con otros y rezas por ellos, cuando has caído en la tentación, cuando te dan un disgusto o una buena noticia… En todo y siempre debes encontrar una ocasión propicia para dialogar con Dios y elevar tu corazón hacia Él, levantando en tu oración todas las cosas y todas las personas. ¡Cuántas jaculatorias, cuántos actos de amor, de fe, de esperanza, de paciencia, de perdón, caben en una jornada! ¡Y cuántas jornadas acaban vacías y huecas, llenas de tiempos vacíos! Perder el tiempo es dejar que se nos escape la presencia y el amor de Dios por las rendijas de las mil cosas y afanes que nos ocupan cada día. Llena cada uno de tus instantes de un poco de eternidad y verás que tu vida, y la de los demás, se va transformando suavemente, como el metal que va cobrando brillo en el fuego.

sábado, 11 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

Rogad por los que os persiguen

Hay mucho odio y violencia en el mundo. No es algo ajeno a nosotros. En nuestros ambientes cercanos somos testigos de cómo familias y amistades se destruyen a causa de resentimientos que tienen su origen, en la mayoría de las ocasiones, en esa falta de pequeños detalles de cariño y convivencia. Decimos que el amor se ha enfriado, que ya no hay motivos para querer… y, de ahí, pasamos a construir “fabulosas” excusas para destruir lo que, en un principio, tenía tanto sentido y en lo que habíamos depositado tanta esperanza. Si esto ocurre entre los que supuestamente nos queremos, cuánta mayor distancia con aquellos que nos juzgan, critican nuestra conducta, o, simplemente, nos persiguen.
Hay una bienaventuranza del Señor dedicada a aquellos que nos atenazan porque queremos vivir con fidelidad nuestra vocación y nuestra entrega. Jesús se dirige a cada uno de nosotros no sólo para que recemos por los que nos persiguen, sino para que, incluso, les amemos. Aquí se encuentra el quicio del cristianismo, el signo distintivo de los que nos llamamos y presumimos de seguir a Jesucristo. A continuación de este mandato, el Señor nos propone ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. ¿Que dónde está esa perfección? Ama a tus enemigos, no de palabra sino con el mismo corazón de Cristo, y verás la gloria de Dios en tu vida. Entenderás, ya por fin, porque Jesús gritó desde la Cruz: “Perdónalos porque no saben lo que hacen”. También a ti, como a mi, Dios nos perdona ¡tantas veces!, porque Él es perfecto en el amor.

viernes, 10 de abril de 2015

RECORDATORIO SABATINA

Recordamos a todos nuestros hermanos y devotos de la Stma. Virgen del Rosario Coronada, que como ya comentamos hace un par de semanas, la sabatina correspondiente al mes de abril, se celebrará éste sábado.
El rezo del Santo Rosario comenzará a las 19 h. y posteriormente, se celebrará la Santa Misa.

LA JUNTA DE GOBIERNO.

UN RATITO CON EL SEÑOR

Lo absoluto y lo relativo

A pesar de que el Evangelio narra muchas curaciones, quedaron en el anonimato tantos y tantos enfermos que se acercaron al Maestro pidiendo su sanación. No sabemos si fueron o no curados. Sí sabemos, a partir de los escuetos datos evangélicos, que estuvieron junto al Señor perdidos entre la multitud, que escucharon su palabra, que se cruzaron, siquiera un instante, con su mirada divina. No todos fueron sanados. Es más, pudiendo hacerlo, Cristo no los curó a todos de una vez. Él, que quiso experimentar en su propia carne toda la debilidad de nuestra humanidad, dejó sin resolver ni curar aquellos sufrimientos, injusticias, pobrezas, dolores y males que allí, ante Él, tenían rostro concreto. Toda una lección de omnipotencia divina y de señorío sobre el mundo.
¿No ves que todo, absolutamente todo, se vuelve relativo cuando se vive desde Dios? Desde la atalaya de este único Absoluto todo se queda en poco, y aun en nada. Cualquier dolor, sufrimiento, injusticia, necesidad, la salud, honra o afectos, la vida misma, se va relativizando y achicando cuando aprendemos a vivir con el alma muy puesta en Aquel que es el único definitivo e inmutable. Nuestra verdadera dolencia y enfermedad está en el corazón, tan pequeño y miserable que termina sepultado entre los escombros de su propia fragilidad. Un corazón tan herido por el pecado que fácilmente se ciega con el espejismo de nuestros relativos humanos. En aquellos enfermos veía el Maestro tantos corazones necesitados de esa otra sanación espiritual que sólo Él puede dar. Pero había que esperar a la Cruz. Aquel Dios crucificado, que así quiso gustar del dolor de los hombres, que se dejó tocar por las manos del sufrimiento, sigue hoy sobre el altar curando el pecado del mundo, dejándose tocar por las manos, también enfermas, del sacerdote.

miércoles, 8 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

¡Era la señal!

Sin mediar palabra alguna, sin perder un minuto, los discípulos de Emaús cogieron el trozo de pan partido y se volvieron corriendo a Jerusalén, al sitio donde sabían que estaban reunidos los Once y los demás compañeros. Nada impide pensar que, junto a ellos, estuvieran también María y las demás mujeres que habían seguido al Señor hasta la cruz. Al entrar los dos discípulos, mostrarían a todos ese trozo de pan partido y bendecido que Cristo había dejado sobre la mesa, en su casa de Emaús. ¡Era la señal! ¡En ese pan ellos dos habían reconocido al Señor! Como pudieron, explicaron a todos lo sucedido, con tono apresurado y aún sobrecogido de emoción, confesando que ese pan partido era el signo de la presencia de Cristo, la prueba de que Cristo estaba vivo.
El evangelio de Marcos (16,13) nos confirma que, a pesar de que los dos de Emaús fueron a anunciarles a todos que habían visto y reconocido al Señor, ellos no les creyeron. Podemos suponer que María sí creyó. Ella podía reconocer fácilmente aquel signo del pan partido que veía en las manos de aquellos discípulos. ¡Tantas veces había visto a su Hijo en casa partir el pan y pronunciar la bendición que asociaba naturalmente ese gesto a la presencia del Señor! ¡Y cuántas veces también había partido ella misma el pan sobre la mesa de casa para dárselo, así partido, a su Hijo! Ese gesto, tan cotidiano, fue educando el corazón eucarístico de la Madre al calor de la presencia del Hijo.
Cuántas veces, en aquel pan partido sobre la mesa que Cristo daría a su madre, viviría ya anticipadamente en el corazón, con el deseo y el amor, el pan de la última cena en el que Él mismo se daría a la Iglesia. En la vida diaria, el pan partido sobre la mesa alimentaba continuamente el amor de María hacia la presencia real, tan dulce, de su Hijo. En alguna de aquellas comidas quizá le explicara su Hijo que, un día, aquel pan habría de ser Él mismo.
Ahora, viendo aquel pan partido en las manos de los discípulos de Emaús, María creería en la dulce presencia de Aquél que se hizo desconocido caminante hasta la aldea de Emaús y sólo se dejó reconocer al bendecir y partir el pan. Y, es que toda la grandeza de Dios se nos hace presente ahí, en la ínfima normalidad de lo cotidiano.

UN RATITO CON EL SEÑOR

El pan de Emaús

En el relato de Emaús sorprende la cercanía de Cristo. Su humanidad, aunque gloriosa, no ha dejado de ser humana. Mientras aquellos dos discípulos huían de Jerusalén temerosos, desconfiados y desilusionados por el aparente fracaso de la cruz, Jesús se les hace el encontradizo. Y mientras les iba explicando todo lo que en las Escrituras se refería a Él, fue abriéndoles el corazón para que, desde el amor, pudieran entender la palabra suprema que iba a ser el gesto sencillo de partir el pan. Sólo en ese momento le reconocieron, pero Cristo desapareció, dejando tras de sí la huella de su presencia: el fuego de amor en el corazón y el pan partido sobre la mesa.
Qué bello suspender el relato en este momento en que cesa la presencia física y gloriosa de Cristo y queda sólo ante los ojos del corazón asombrado aquel pan partido sobre la mesa. Era el signo de una certeza: que Cristo había caminado con ellos, que les había explicado las Escrituras, que habían oído en las palabras de la bendición del pan aquella voz del Maestro que les resultaba tan familiar, e incluso que lo habían reconocido allí, junto a ellos, tan real y cercano como siempre lo habían sentido antes de morir en la cruz. Cuánto tiempo estarían los discípulos contemplando el pan partido en la mesa y adorando, desde el amor encendido, esa dulce presencia, tan humana, del Cristo caminante, que acababan de gustar.
Ante el pan partido, brotaría espontánea una silenciosa confesión de fe y de amor: “¡Es el Señor!”, la misma que brotó del corazón sorprendido de Juan en la orilla del lago de Tiberíades. La misma que debe brotar en ti y en mí cada vez que te acerques a comer de ese Cristo partido que, cada día, se te hace pan sobre la mesa del altar.

martes, 7 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

“Se han llevado a mi Señor” (Jn 20,13)

Nada impide leer en clave eucarística la experiencia de María Magdalena a la puerta del sepulcro, en la mañana de resurrección. Tanto los ángeles como el propio Jesús, a su vista, exclaman: “¡Mujer!…”. Una exclamación que recuerda aquel primer asombro de Adán cuando, a la vista de la mujer Eva, exclamó: “¡Carne de mi carne, hueso de mis huesos!”. Pero, María ni siquiera se percató de aquel saludo. Estaba cegada por el emotivismo propio de un amor que era todavía demasiado humano para poder entender y contemplar con serenidad la ausencia del Maestro. Su deseo de Cristo era tan grande, tan humano, tan apasionado, que le impedía verle allí mismo, ante sus ojos.
Impresiona contemplar a esta gran mujer, profundamente eucarística, estremecida toda ella por el profundo deseo de abrazar y tener entre sus brazos el cuerpo muerto de Cristo. Buscaba algo que el amor había hecho íntimamente suyo mientras aquella ausencia se hundía dolorosamente en el alma. Una situación interior que puede comprenderse en profundidad sólo desde la rica filigrana de sensibilidad, afectividad y capacidad de acogida con que Dios adornó el corazón de la mujer. Pero, María Magdalena se aferraba tanto a la presencia –o más bien ausencia– del cuerpo que no vio allí a los ángeles ni percibió la presencia divina del Señor resucitado. ¡Cuánto tiempo hubiera estado esta mujer allí, llorando junto al sepulcro, si Cristo no se hubiera hecho presente! Y, sin embargo, en aquella mujer ve Cristo la respuesta de un amor tan entregado que el Señor se le hace presente para colmar aquel profundo deseo con la dulzura de su presencia. Y la acoge así como es, con esa feminidad desbordada por el corazón y el afecto, que convertía el deseo de Cristo en la entrega del permanecer allí, esperando, junto al sepulcro. Y, al final, el Resucitado se deja abrazar, haciéndose así su amor divino tan humano como el de María, amoldándose a su modo de ser y de amar. Y en ese amor, María queda confirmada en la fe y en la misión: “Anda, ve a mis hermanos y díles…”.

lunes, 6 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

La versión oficial de los hechos

Más de un soldado romano protestó cuando les llegó la orden del procurador, que mandaba pasar la noche de aquel sábado custodiando el sepulcro del hombre que acababan de crucificar. La orden podía responder al capricho de un jefecillo romano, temeroso de que los seguidores de aquel ajusticiado promovieran nuevas revueltas contra el invasor romano. Pero podía ser también que el procurador hubiera llegado a un acuerdo con los sumos sacerdotes, capaces de pagar mucho dinero si con ello podían evitar que los seguidores del llamado Cristo iniciaran nuevas revueltas contra el sanedrín y su enorme poder religioso. Todos tenían miedo a perder su poder y, sobre todo, a que aquel hombre resucitara de verdad, tal como había anunciado al pueblo más de una vez.
El evangelista Mateo, que conocía muy bien el mundo del poder político, lleno de sobornos y corrupciones, nos cuenta al detalle cómo el colegio del Sanedrín sobornó con una buena suma de dinero a aquellos guardias romanos para que no contaran la verdad. Los soldados presenciaron los primeros aquel terremoto y cómo el ángel del Señor hizo rodar la gran piedra que sellaba la entrada al sepulcro. Y, sin embargo, nunca dieron testimonio de la resurrección de Cristo. Tan grande era su miedo a las autoridades que aceptaron la suma de dinero para difundir como versión oficial que el cuerpo había sido robado antes que aceptar la verdad de los hechos.
Y, desde entonces, esa sigue siendo la gran tentación de muchos: vender la verdad y contentarse con una fe políticamente correcta, mediocre y cumplidora, del montón, atemperada con compensaciones de poder, revestida de una aparente moderación y prudencia, sólo por miedo al qué dirán, a quedar mal o a perder el propio poder. Cuántas veces en tu vida, a lo largo del día, ves la acción de Dios haciendo rodar la piedra de tantos sepulcros y, sin embargo, prefieres seguir viviendo en la tibieza y mediocridad de quien no quiere creer para no complicarse la vida.

miércoles, 1 de abril de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

"He deseado comer esta pascua con vosotros” (Lc 22,15).

El Verbo hubo de hacerse carne para tener deseos a la medida humana. Hasta entonces sólo conocía los deseos a la medida divina, esos que anidaban en lo más íntimo del seno trinitario, en el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu. Pero el Verbo hubo de hacerse carne para que los deseos de Dios cupieran también en el corazón pobre y quebradizo de los hombres. Aquel ardiente deseo de Cristo por celebrar la Pascua con sus discípulos escondía en la diminutas dimensiones de lo humano la sed y el anhelo eterno de ese corazón de Dios tan enamorado del hombre. Detrás del deseo de Cristo por celebrar la Pascua e instituir en ella la Eucaristía, estaba ese otro deseo mucho más profundo y amado que era hacer la voluntad del Padre. Pero estaba también el deseo de ti, pues nada de cuanto hizo el Señor en aquella Pascua y en toda su pasión sucedió sin que tu no estuvieras muy dentro de su alma.
Has de agrandar tu deseo de Dios a la medida del corazón de Cristo, si no quieres sucumbir a la tentación de la mediocridad y de un cristianismo ramplón y cumplidor. No hay amor allí donde dos enamorados no se buscan. Mira si en tu vida diaria buscas las cosas de Dios por encima de tus propios intereses, si no escatimas tu tiempo y tu alma para esa intimidad y compañía que Dios te pide. Si no buscas a Dios y deseas estar con El, quizá es que tu corazón politeísta está lleno de otros diosecillos que intentan usurpar el puesto que a Dios le corresponde. A la medida de tu deseo de Dios así será también la grandeza de tu alma y tu capacidad de Dios.