lunes, 6 de julio de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

Del deseo de afectos desordenados e impuros, líbrame Jesús

No vivimos encadenados a un cuerpo que sólo pide desaforos contra la voluntad de Dios. En la medida en que somos hijos de Dios, así es nuestra libertad. El problema está en cómo ejerzo mi libertad, dónde pongo el corazón y el entendimiento para ser aún más libre. Perdemos de vista que es uno mismo el que elige, el que toma decisiones constantemente, el que, ante una situación concreta, hace un juicio u otro. Esto ocurre todos los días, y a todas horas. Los demás, las circunstancias, el ambiente, no son excusas que nos impiden realizar actos buenos o responsables. El ambiente influye, y mucho. Pero, en último término, soy yo el que, en mi conciencia y en mi actuación, doy el paso definitivo.
Por tanto, ¿qué medios pongo, en mi día a día, para que lo que me afecte esté dirigido a la gloria de Dios? ¿Hago oración todos los días? ¿Rectifico la intención cuando algo no sale conforme a lo previsto? ¿Acudo con frecuencia al sacramento de la confesión? ¿Hago todas las noches un breve examen, ante la presencia de Dios, de cómo ha sido ese día? ¿Procuro adquirir un pequeño propósito para el día siguiente, aunque sólo se trate de un detalle de convivencia? He de vivir en esta vela interior, para no dejarme atar por afectos desordenados, o por la impureza interior de los pensamientos, porque el corazón siempre necesitará un asidero en el que depositar sus querencias, aunque no sean las de Dios.
Poner nuestro corazón en sintonía con Dios, nos evitará desperdiciar el tiempo y la cabeza en apegos de los que, tiempo después, nos arrepentiremos. Así vivió la Virgen, y así llevó hasta las últimas consecuencias aquel «sí» con el que entregó su corazón enteramente a Dios. Pídele cada día su protección materna, para que guarde la pureza de tu corazón y de tus intenciones.
INDEFENSO

viernes, 3 de julio de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

La paternidad de Dios

Cuando la gente se pregunta dónde está Dios en aquellos que pasan hambre, mueren victimas de los desastres, soportan injusticias… lo único que hay que responderles es que Dios sufre con ellos. A pesar de que la lógica humana se rebela ante el supuesto silencio de Dios, si hay alguien que va en “volandas”, somos tú y yo. Él padece si tú sufres, Él llora si tú estas triste… Cuando experimentas en tu vida cuánto te quiere Dios, entonces puedes mostrar a los demás ese rostro amable de un Padre que te abraza en todo momento… ¡siempre!
¿Cómo convencer a todos que en cada sufrimiento humano hay una caricia de Dios? Sólo en la “gimnasia” espiritual del día a día, esa pequeña renuncia, ese sonreír ante una contradicción, esa amabilidad ante un desagradecimiento… seremos capaces de descubrir el verdadero rostro de Cristo cuando, humillado y cargado con la cruz, se vuelve a nosotros, como a esas mujeres del via crucis, para darnos consuelo. Es la ternura que recibimos de Dios cuando humanamente parece que todo son reproches. ¿No ves que Jesús te está uniendo a su misma vida corredentora, en esa cruz tuya, que es de la misma madera en la que Él murió?
Lo nuestro no es pedalear en el aire engaños de nuestra imaginación. Nosotros, en esa conciencia de ser hijos de Dios, alcanzamos la realidad de las cosas en la alegría de la cruz. Esta es la mayor manifestación de la paternidad divina: identificarnos con los mismos sentimientos de Cristo Jesús, Hijo de Dios, hermano nuestro.

jueves, 2 de julio de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

Corazón fuerte de Cristo, ruega por nosotros

Quisiste conocer íntimamente nuestros límites y debilidades. Abrazaste todo lo nuestro, menos el pecado, cuando abrazaste, en el seno purísimo de María, nuestra naturaleza humana, tan frágil y miserable. Quisiste vivir en la debilidad de nuestra carne para hacerla fuerte y digna de ser morada y templo de tu gloria. Amaste hasta el extremo nuestra pequeñez y te entregaste en la Cruz por ella, sólo porque querías levantar nuestro corazón caído en los brazos de tu infinita misericordia, hasta el rostro del Padre.
Corazón fuerte de Cristo, que aceptaste con el silencio del amor tantas incomprensiones, burlas, fracasos, abandonos y soledades. Tú, que tanto te consolaste en la fortaleza de tu Madre, que tanto apoyo buscabas en los que sabías que te podían traicionar o abandonar, quieres ser para mí fuerza y roca de mi vida. He de aprender a encontrar en Ti, en la fuerza de tu Cruz, el ánimo y la fortaleza para ofrecer a Dios y abandonar en su providencia tantos sinsabores, sufrimientos y penas, que llenan mi día a día. Cuántos momentos de debilidad, de desánimo, de fracaso interior, de desesperanza, de sinsentido, que inutilizan y ahogan mi entrega diaria a Dios y que, sin embargo, Tú ya abrazaste allí, en lo alto de la Cruz. Mi única fuerza ha de ser sólo ese Corazón de Cristo, tan enamorado de mi debilidad y tan omnipotente para transformar todo ese polvo y barro de pecado que tanto me humilla. No quieras apoyarte sólo en la autosuficiencia de tus propios méritos y esfuerzos; tampoco pienses que otros pueden asegurarte el ánimo y la fortaleza que necesitas para la vida. Sólo con la fuerza de Dios tienes asegurada la victoria más difícil, ante ese enemigo tan sutil que es la aceptación de uno mismo.