martes, 3 de marzo de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

El vicio de la queja

Solemos vivir con una permanente queja en los labios. Nos quejamos del cansancio, del trabajo, de las tareas diarias, de la forma de ser de los demás, de las cosas que no salen como habíamos planeado o como nos gustaría que salieran, de nuestros achaques físicos.
A veces es síntoma de nuestra tendencia al pesimismo y nos quejamos porque tendemos a valorar más lo negativo que lo positivo de las cosas y personas. Otras veces nuestras quejas son sólo un mecanismo sutil y casi inconsciente para atraer la atención de los demás y conseguir, aunque sea por un momento, ser el centro de la conversación o de la situación. A veces la queja es sólo un desahogo demasiado espontáneo del que luego solemos arrepentirnos por la ligereza con que solemos quejarnos.
En cualquier caso, con la queja no aliviamos nuestro pesar y sólo conseguimos dar una imagen pesimista y apesadumbrada de la vida e incluso de Dios. Nuestras quejas tienen mucho de egoísmo y de superficialidad en el hablar y nada que ver con la aceptación de uno mismo y del modo de actuar de Dios. En el fondo de nuestras quejas se esconde, bajo la apariencia de bien, mucho de nuestro soberbio ‘yo’ y pueden convertirse en un modo sutil e injusto de echarle en cara a Dios muchas cosas.
Relee el Evangelio y verás que jamás salió de los labios de Cristo una mínima tilde quejumbrosa y lastimera contra los designios del Padre, contra su modo de hacer las cosas, contra la injusticia de la Cruz. Tampoco el corazón de María albergó ningún atisbo de queja aun cuando las circunstancias en que se iban realizando los planes de Dios eran humanamente tan absurdas, difíciles y contrarias. Llévale tus quejas sólo a Dios y verás que las convertirá en amor y entrega a Él.

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