jueves, 5 de marzo de 2015

UN RATITO CON EL SEÑOR

“Ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches” (Mt 4,2)

Una tendencia erróneamente dualista de la antropología moderna quiere hacernos creer que somos distintos de nuestro cuerpo. Una cosa es el cuerpo (se dice), que no es sino mera materia biológica, y otra diferente es la persona, que con su cuerpo puede hacer lo que quiera. En un cuerpo materializado, que ha perdido su carácter personal, sólo cabe una concepción también materialista del alma, que queda así reducida a un mero conglomerado de mecanismos neurológicos del cerebro.
Pero no entenderíamos nada del cristianismo, si tuviéramos que explicar el Evangelio o el misterio de Cristo partiendo del principio “yo no soy mi cuerpo”. El cuerpo humano es sacramento de la persona y su lenguaje puede ser también lenguaje de oración. El ayuno, además de su valor corredentor, es también la oración del cuerpo. Sentir hambre en el cuerpo es recordar y actualizar nuestra condición de hijo pródigo, que no logra saciar su hambre de Dios con ninguna de las algarrobas que ofrece el mundo.
El ayuno, además, tiene un profundo significado eucarístico. El ayuno de Cristo en el desierto era hambre de amor y de entrega, hambre de quien sólo tiene como alimento hacer la voluntad del Padre. Aquel cuerpo de Cristo, que había de hacerse Eucaristía, quiso hacer suya el hambre interior de tantos hombres que viven saciados sólo de sí mismos. Aquel Cristo débil y hambriento, que no dudó en multiplicar los panes y los peces para saciar a las multitudes hambrientas que le seguían, se hizo hambriento y sediento para saciar sobre todo el hambre y la sed de tu alma.
Tu ayuno ha de ser, sobre todo, expresión de ese hambre de Dios que sólo se sacia con la oración. Tú también estás llamado a hacerte pan para tantos hombres que viven pendientes de las migajas que caen de la mesa de este mundo.

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